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José García Domínguez

Por qué soy españolista

En cuanto al tempo, debe darse preferencia a composiciones ligeras sobre las lentas (los llamados blues); de todos modos, el ritmo no debe exceder la categoría de allegro, medido de acuerdo al sentido Ario de disciplina y moderación.

Lo que más me une a la idea de España es que tiene muy poco que ver con lo identitario, y menos aún con lo castizo. De hecho, uno ha devenido en españolista precisamente por eso, porque nunca le han impuesto una forma canónica de ser español. Es más, si España se redujera a la españolidad, tal vez habría ingeniado excusas para postularse otra cosa. Pero, por dicha, jamás nadie le ha exigido someterse a sevicias iniciáticas ni a atavismos rituales con los que ganarse la vitola de patriota. Ahí se esconde el secreto del poder seductor del hecho diferencial español, del Volksgeist patrio: en que no existe. Así, uno se quiere español porque lo dice su DNI. Pero también, y sobre todo, porque se siente íntimamente unido a Cervantes, a Goya, a Jovellanos, a Quevedo, a Baroja, a Pla. A prójimos que le han ayudado a crecer sin remitirlo a la gleba espiritual del terruño; sin encadenarlo aún más a su pequeña aldea doméstica; sin castrarlo en la cama de Procusto del “nosotros”; sin prostituir el aliento de la palabra “cultura”, aromatizándolo con el rebuzno gregario de la tribu. De ahí esa aparente paradoja que no es tal: amar a una nación libre, precisamente porque ha engendrado grandes hombres que pensaron y crearon al margen y más allá de ella, cuando no en contra.

Eso he dado en cavilar esta tarde tras leer la “exposición de motivos” de la nueva Ley de la Comunicación Audiovisual de Cataluña. La norma refrendada por los nacional–sociolingüistas del Parlament que regulará tal como sigue las tertulias radiofónicas: “En el tipo de repertorio llamado jazz, debe darse preferencia a composiciones en escalas mayores y a letras que expresen la alegría de vivir, en lugar de las deprimentes letras judías. En cuanto al tempo, debe darse preferencia a composiciones ligeras sobre las lentas (los llamados blues); de todos modos, el ritmo no debe exceder la categoría de allegro, medido de acuerdo al sentido Ario de disciplina y moderación. De ninguna manera excesos de índole negroide en el tempo (el llamado jazz) o en las ejecuciones solistas (los llamados breaks) serán tolerados. Las llamadas composiciones jazzísticas podrán contener hasta un diez por ciento de síncopa; el resto debe consistir en un natural movimiento legato desprovisto de histéricas inversiones de ritmo características de la música de las razas bárbaras y promotoras de instintos oscuros extraños al pueblo alemán. Queda estrictamente prohibido el uso de instrumentos extraños al espíritu del pueblo alemán, como así también el uso de sordinas que convierten el noble sonido de los instrumentos de viento y bronce en aullidos judíos. Queda terminantemente prohibido a los músicos realizar improvisaciones vocales”.

Aunque, bien pensado, tampoco habrá de ser ajeno a mis cuitas de hoy el que tenga encima de la mesa aquella orden del Ministerio de Cultura del Tercer Reich por la que se castigaban los excesos y se establecían los necesarios límites al swing, el jazz y el fox-trot. La que empezaba así: “Esta ley se fundamenta en el derecho de los ciudadanos de Cataluña a disponer de un sistema audiovisual que refleje su realidad inmediata a partir de formas expresivas vinculadas a su abanico de tradiciones, es decir, el entorno simbólico, y debe otorgar a la Generalitat, en defensa de los derechos y de los intereses de los ciudadanos, la capacidad de intervenir en la regulación de los operadores y de los contenidos”.

No, querido Pipo Carbonell, no me he equivocado en nada, ahí atrás. O acaso también has olvidado la máxima de que el orden de los factores no altera el producto.

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